Caminaba detrás de aquel tipo delgaducho y enclenque a
cierta distancia tratando de disimular, aunque su apariencia le hacía difícil
pasar desapercibido. Era alto como una montaña y corpulento como un jugador
profesional de fútbol americano. Llevaba el pelo completamente rapado y poseía
una mirada capaz de hacer retroceder a un oso grizzli. Aún así, el hombre de
mediana edad al que seguía caminaba despistado avanzando por la calle Alcalá sin
tener en cuenta todo lo que sucedía a su alrededor.
Entró en el edificio y subió la escalera. Tenía una cita
concertada con un agente de seguros que llevaba todos los temas de la empresa
para la que trabajaba. Desapareció tras la puerta de un despacho mientras Igor,
su perseguidor, esperó sentado tranquilamente como si nada de aquello tuviera
que ver con él.
Su trabajo era único en el mundo. Con el auge a principios
de siglo de la investigación genética y la lectura de los códigos de ADN, una
importante multinacional tuvo una grandísima a la par que ilegal e inmoral idea.
Su empresa se dedicaba a robar el ADN a grandes científicos y sabios para
después crear en el laboratorio su propia réplica a la que educar a su manera
desde la infancia. Gracias a esta práctica habían llegado a tener a los grandes
cerebros de la primera mitad del siglo XXI a su servicio. El lado malo era que
aparte de robarles el ADN para su clonación, debía eliminar cualquier rastro de
su trabajo, lo que suponía normalmente eliminar al científico de una forma poco
ortodoxa.
El minutero avanzó lentamente en su circular viaje dentro de
la esfera del reloj hasta que por fin aquel hombre salió del despacho. Caminó
dubitativo como si se hubiese perdido dentro del edificio y finalmente, antes
de bajar de nuevo por las escaleras, se dirigió a buscar los lavabos.
El ladrón de ADN supo que aquel era el momento perfecto.
Segundos después entró tras él y mientras el científico orinaba en uno de los
cubículos. Cerró la puerta disimuladamente y sacó del bolsillo de su chaqueta
verde vintage un estuche metálico poco más grande que sus enormes manos. Cuando
el hombre terminó se dirigió al lavabo. Se quedó asombrado del tamaño de aquel tipo
calvo que parecía entretenido buscando algo. Al abrir el grifo, Igor le sonrió
y tan rápido como nadie hubiera sospechado que pudiera moverse, le atenazó el
cuello por la espalda y sacando una especie de punzón, lo clavó brutalmente en
su sien pulsando después un botón que guardó en su interior muestras de sus
células cerebrales. Había tratado de luchar para soltarse de aquel hercúleo
brazo, pero la falta de aire hizo que poco a poco el oxígeno dejase de llegarle
a los músculos y luego al cerebro, cayendo inconsciente con un espasmódico
temblor en el cuerpo. El ladrón metió su cuerpo en el excusado y colocó en la
pared un pequeño artefacto. Programó su cuenta atrás para dos minutos, se
guardó el plateado estuche y salió de los baños como si nada hubiese ocurrido.
Mientras se marchaba de nuevo por el mismo camino por el que
había llegado, iba pensando lo bueno que era haciendo su trabajo. Era como si
lo llevase en los genes, como si hubiese nacido para ello. Le habían enseñado a
hacer su trabajo prácticamente desde su infancia y le habían ayudado a modelar
su cuerpo para ser el perfecto ladrón de genes. Suponía que no era el mejor
trabajo del mundo, no obstante daba las gracias a la compañía que le sacó del
orfanato y le dio la oportunidad de tener una vida en la que nunca jamás le
faltaría de nada. Hubo una explosión. Trabajo terminado.
1-. Fotografía: Pedro Valdezate
2-. Relato: Juan Trenado
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