miércoles, 6 de noviembre de 2013

Relatografías XXIII - El Ladrón de Genes



Caminaba detrás de aquel tipo delgaducho y enclenque a cierta distancia tratando de disimular, aunque su apariencia le hacía difícil pasar desapercibido. Era alto como una montaña y corpulento como un jugador profesional de fútbol americano. Llevaba el pelo completamente rapado y poseía una mirada capaz de hacer retroceder a un oso grizzli. Aún así, el hombre de mediana edad al que seguía caminaba despistado avanzando por la calle Alcalá sin tener en cuenta todo lo que sucedía a su alrededor.

Entró en el edificio y subió la escalera. Tenía una cita concertada con un agente de seguros que llevaba todos los temas de la empresa para la que trabajaba. Desapareció tras la puerta de un despacho mientras Igor, su perseguidor, esperó sentado tranquilamente como si nada de aquello tuviera que ver con él.

Su trabajo era único en el mundo. Con el auge a principios de siglo de la investigación genética y la lectura de los códigos de ADN, una importante multinacional tuvo una grandísima a la par que ilegal e inmoral idea. Su empresa se dedicaba a robar el ADN a grandes científicos y sabios para después crear en el laboratorio su propia réplica a la que educar a su manera desde la infancia. Gracias a esta práctica habían llegado a tener a los grandes cerebros de la primera mitad del siglo XXI a su servicio. El lado malo era que aparte de robarles el ADN para su clonación, debía eliminar cualquier rastro de su trabajo, lo que suponía normalmente eliminar al científico de una forma poco ortodoxa.

El minutero avanzó lentamente en su circular viaje dentro de la esfera del reloj hasta que por fin aquel hombre salió del despacho. Caminó dubitativo como si se hubiese perdido dentro del edificio y finalmente, antes de bajar de nuevo por las escaleras, se dirigió a buscar los lavabos.

El ladrón de ADN supo que aquel era el momento perfecto. Segundos después entró tras él y mientras el científico orinaba en uno de los cubículos. Cerró la puerta disimuladamente y sacó del bolsillo de su chaqueta verde vintage un estuche metálico poco más grande que sus enormes manos. Cuando el hombre terminó se dirigió al lavabo. Se quedó asombrado del tamaño de aquel tipo calvo que parecía entretenido buscando algo. Al abrir el grifo, Igor le sonrió y tan rápido como nadie hubiera sospechado que pudiera moverse, le atenazó el cuello por la espalda y sacando una especie de punzón, lo clavó brutalmente en su sien pulsando después un botón que guardó en su interior muestras de sus células cerebrales. Había tratado de luchar para soltarse de aquel hercúleo brazo, pero la falta de aire hizo que poco a poco el oxígeno dejase de llegarle a los músculos y luego al cerebro, cayendo inconsciente con un espasmódico temblor en el cuerpo. El ladrón metió su cuerpo en el excusado y colocó en la pared un pequeño artefacto. Programó su cuenta atrás para dos minutos, se guardó el plateado estuche y salió de los baños como si nada hubiese ocurrido.


Mientras se marchaba de nuevo por el mismo camino por el que había llegado, iba pensando lo bueno que era haciendo su trabajo. Era como si lo llevase en los genes, como si hubiese nacido para ello. Le habían enseñado a hacer su trabajo prácticamente desde su infancia y le habían ayudado a modelar su cuerpo para ser el perfecto ladrón de genes. Suponía que no era el mejor trabajo del mundo, no obstante daba las gracias a la compañía que le sacó del orfanato y le dio la oportunidad de tener una vida en la que nunca jamás le faltaría de nada. Hubo una explosión. Trabajo terminado.


1-. Fotografía: Pedro Valdezate
2-. Relato: Juan Trenado



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