viernes, 26 de abril de 2013

Relatografías IV - Lo Inefable II




Siempre que pasaba por el parque me encontraba con ella. No importaba que fuera verano o invierno, con sol o con lluvia ella siempre estaba allí, perenne como los propios árboles allí plantados sin esperar nada. Cada vez que la veía sentada solitaria en aquel oscuro banco de madera, sentía la obligación de acercarme a saludarla.

     ¿Cómo se encuentra? –le solía preguntar.
     Bien, hijo –mentía ella.

Siempre decía que estaba bien; aunque sus ojos mostraran tristeza; aunque sus ajados labios ocultaran el dolor de su interior; aunque desde la distancia se pudiese contemplar el vacío que habitaba en lo más profundo de su alma, siempre respondía: “Bien, hijo. Estoy bien.”  Su cuerpo había aguantado las duras embestidas y golpes de la vida, la pérdida de seres queridos, las enfermedades y, finalmente, los achaques de la edad y la soledad. Tal vez no le gustaba hablar de su dolor o quizás no sabía por dónde empezar ni cómo explicarlo. ¿Cómo compartir el dolor que se siente cuando pierdes a alguien? Nadie puede sentirlo igual, nadie puede notar esa ausencia como la nota uno mismo, esa horrible sensación de saber que no volverás a ver de nuevo a esa persona. Parece que cuando alguien se va lejos, aunque no esté presente en tu vida y no le veas, le hables, le sientas cada día, sabes que sigue por ahí y que tal vez algún día vuestros caminos se vuelvan a juntar. Pero la muerte…la muerte es lo más parecido a sentir el vacío  la nada, algo que te oprime las entrañas y no te deja respirar, ni hablar, ni tan siquiera pensar. Aunque otros sepan cómo se siente, aunque lo hayan sufrido en su propia piel y puedan tener una ligera reminiscencia de lo que era tener ese dolor, no podrían sentirlo igual aunque fuera explicado con las palabras más precisas.
Esta mañana he pasado por el parque y cuando me he aproximado a aquel banco que parecía ser el centro de su universo, estaba vacío. Me dio pena. Sabía que era una mujer mayor y que había tenido una vida plena. Era consciente de que tampoco habíamos tenido una gran amistad, nos saludábamos, nos apreciábamos, éramos educados y cordiales, incluso podría decir que parecíamos ser familiares lejanos. Pero lo que me dio más lástima fue pensar que aunque volviera a pasar cada día por delante de aquel banco, jamás podría volver a ver a esa mujer.

Texto: Juan Trenado
Fotografía: Pedro Valdezate

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