Salió dando un portazo y
refunfuñando cosas incomprensibles que parecían no tener sentido alguno. Estaba
desesperado. Tan solo le faltaban unas pocas páginas para terminar su novela y
los malditos ruidos no le dejaban pensar. Sus ágiles dedos se negaban a teclear
ni una sola palabra más entre tanto alboroto. Por un lado la vecina fingía a
voz en grito mientras su novio hacía resonar el somier y lanzaba un alarido
similar al que daría un jabalí al que acaban de disparar. Los críos en la calle
gritaban sin cesar mientras jugaban quebrantando la paz del silencio. Los
coches en el exterior rugían constantemente desesperándole por no poder
encontrar la quietud que necesitaba en esos últimos párrafos.
No sabía cuando se había vuelto
tan maniático, pero cualquier ruido le sacaba de sus casillas. Había acabado
detestando las conversaciones ajenas, el sonido del televisor, e incluso el
inagotable tic-tac del reloj. Cuando ya no pudo más, cogió sus cosas y salió
corriendo de la casa para escapar de aquella locura interior.
Caminó sin detenerse hasta la
pirámide del Manzanares. No se veía a nadie por los alrededores, todo estaba
solitario como un cementerio a primera hora de la mañana y tan solo el caótico
viento se movía libremente por allí. Miró a aquella estatua y por un momento le
pareció entenderla. Era como él mismo había sido toda su vida, una cabeza
envuelta en una maraña de pensamientos. Ese breve pensamiento le hizo sonreír
por un instante.
Subió lentamente los últimos
escalones de la pirámide fingiendo de forma mecánica peinarse los escasos
cabellos que le quedaban mientras poco a poco se abría antes sus ojos la imagen
de la imponente ciudad de Madrid. La estatua se erguía en lo alto de aquella
construcción, como si fuera un homenaje a una diosa inexistente de una religión
aún no inventada.
Cuando llegó a lo más alto, se
detuvo a contemplar los invisibles ojos de la Dama, arropado por el silencio en
el que parecía sometida la inmensa urbe. Así se mantuvo durante un rato,
sintiéndose igual que aquella estatua. Se sintió en paz, calmado como no se
encontraba en otro lugar. Suspiró y en un susurro dijo: “Ojalá no tuviera que escuchar más todos esos malditos ruidos”.
Pasó un buen rato en aquel lugar
hasta que más tranquilo, se decidió a volver. Extrañamente, cuando abrió su
puerta todo estaba en silencio. Parecía un milagro. Sin pensárselo dos veces se
puso a escribir rápidamente, tan concentrado que no se dio cuenta de que el
silencio se mantuvo todo el tiempo hasta que terminó la novela.
1.- Fotografía: Pedro Valdezate
2.- Relato: Juan Trenado
Impresionante... en días como en los que vivimos hay deseos que crees que nunca llegan, pero creo que al final, todo sucede
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