La luz del faro, hipnótica como un corazón que late rítmico,
rasgaba el vacío de la oscuridad nocturna tratando de abrirse paso entre la
inminente tormenta. El viejo farero, cansado, miraba sin ganas el ir y venir de
las olas a través de los sucios cristales. Ya quedaban pocos como él. Ya casi
todos los faros eran automáticos y solo recibían personal cuando había que
realizar alguna tarea de mantenimiento. Él, sin embargo, vivía allí solitario
como se hacía antiguamente, pendiente de cualquier contratiempo que pudiera
ocurrir.
Mirando hacia la playa, le pareció ver a alguien, una
persona metida en el agua, tan quieta como una estatua en mitad del mar. Sintió
un escalofrío extraño recorriendo su arqueada espalda al recordar unas palabras
que le había dirigido una extraña mujer hacía muchos, muchos años. “Pase lo que pase –le había dicho con voz
susurrante- no te adentres en el agua la
noche de la tormenta”. En aquel momento le parecieron los desvaríos de una
anciana, pero sin saber por qué, aquel arrugado rostro y aquellas misteriosas palabras
habían aparecido en su memoria.
Cada vez que aquel haz de luz apuntaba hacia tierra firme,
veía aquella minúscula silueta erguida en las oscuras aguas y no dejaba de
pensar el peligro que aquello suponía. Malditos
jóvenes –pensó-, siempre desoyendo
los consejos de sus mayores. Se puso su gorro y su impermeable amarillo y
bajó corriendo la espiral de la escalera que recorría el interior del faro. Las
maderas del pequeño muelle que sobresalía de las rocas crujieron bajo sus pies
como si temieran romperse en cualquier momento. Se montó en su motora y se
dirigió hacia la silueta. Las gotas de lluvia chocaban contra su rostro
entorpeciendo su visión.
Cuando llegó al lugar donde había visto la figura, no pudo
encontrar a nadie. Entre el bamboleo del barco se asomaba por la borda gritando
y buscando al joven. De pronto se giró y pudo ver algo dentro del barco, una
persona se encontraba en pie en la proa de espaldas a él. Se acercó lentamente
y cuando llegó hasta la figura y le dio la vuelta contempló algo que le
aterrorizó hasta el punto de congelar su alma. Pálido y tembloroso retrocedió
con tan mala suerte que resbaló, y cayó de la barca golpeándose en la cabeza.
Allí, su cuerpo quedó laxo meciéndose en el agua como si se tratara de los
restos de un naufragio flotando a la deriva.
1.- Fotografía: Pedro Valdezate
2.- Relato: Juan Trenado
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