Pensar cómo he llegado hasta este punto sería una tarea
larga y ardua de explicar. Mientras me alejo lentamente sin mirar atrás, el
fuego va devorando poco a poco todo con su lento crujido, como si lamentase
hacer lo que está haciendo, pero al mismo tiempo sin poder evitarlo. Las llamas
se elevan buscando el aire, el cielo tal vez, sabiendo desde el principio que
su vida será breve.
No sé adonde me dirigiré ahora que mi búsqueda ha terminado.
Llevo tanto tiempo embarcada en esta misión que ya no sé si sabré hacer otra
cosa. Cuando todo esto comenzó yo no era más que una niña frágil e indefensa,
ignorante del mal que recorre el mundo. Pronto me arrancaron de mi sueño
infantil y me vi sola, abandonada a mi suerte en una cruel vorágine de
destrucción.
Si alguien pensaba que los vampiros son esos niños pálidos y
bondadosos que se ven en las películas, debería olvidarse del tema. Esos
monstruos son seres crueles, sin un atisbo de humanidad en sus entrañas. Son
animales en busca de sangre. Son los despojos de la creación.
Los vampiros me arrebataron a mi familia en lo que dura un
suspiro de amor o una lágrima resbalando por la mejilla. Dieron muerte a la
mitad de mi pueblo dejando familias rotas en cada rincón. Esos detestables
seres trajeron la muerte y la desolación a estas tierras. El día que asolaron
mi hogar, uno de ellos me encontró escondida. Pude ver sus refulgentes ojos
como si fueran poseedores de un extraño fuego en su interior, pero supongo que
al verme debió sentir alguna reminiscencia humana surgida, como la magdalena de
Proust, de algún recóndito rincón y me perdonó la vida. En el mismo momento en
que fui consciente del mal que habían causado comencé mi cruzada.
Ocultos en el bosque, en un inframundo de galerías,
pasadizos y lúgubres estancias, moraba la manada de esas bestias. Cinco, tal
vez seis de ellos que llevan ocultos en estas tierras durante generaciones,
primero escondidos y temerosos de ser encontrados, y posteriormente vanidosos,
egocéntricos y prepotentes, saliendo a cazar humanos como si fuéramos ganado.
Hace meses que descubrí su escondrijo. Les observé
cuidadosamente, les estudié y hoy, antes de que el sol se ocultara tras las
montañas, entré en su hogar. Me paseé por allí mientras dormían cómo si fuera
de ellos, allanando su casa y sabiendo desde un principio que iban a morir. Contemplé
sus rostros finos y níveos, grotescamente bellos. Uno a uno, les miré frente a
frente hasta que el último de ellos, el que parecía ser el mayor de todos abrió
los ojos y en un célere movimiento me sujetó fuertemente del cuello como si
pudiera partirlo igual que un débil junco. Mientras me iba quedando sin oxígeno
mantuvimos las miradas y nos vimos reflejados el uno en el otro. Se dio cuenta
de que nuestros rasgos guardaban un cierto parecido y sonrió entendiendo el por
qué. Después me liberó y se volvió a su lecho como si nada hubiese ocurrido. Instantes
después yo también lo entendí. Por mis venas corrían genes de aquel ser que
alguna vez fue humano. Aquel vampiro era un antepasado mío, así como el mismo que
no quiso acabar con mi vida siendo una niña aún sabiendo que algún día su final
llegaría a manos de esa indefensa pequeña.
Regresé a la tarea que me había llevado hasta allí; rocié el
combustible por todo el lugar y me quedé sentada a las puertas de su escondite
hasta que desapareció el último rayo de sol. El olor a gasolina era intenso y
algo desagradable. Nunca me había gustado mucho. Entonces, lentamente encendí
una cerilla y la arrojé al interior. Antes de tocar el suelo y mientras me
marchaba, los vapores inflamables ya se habían incendiado y las llamas
corrieron imparables como un río tras una crecida. Pude escuchar gritos,
aullidos, pude sentir su dolor y me sentí en paz. Así es como acabo todo, entre
las llamas del infierno del que procedían.
Fotografía: Pedro Valdezate
Relato: Juan Trenado
Modelo: Lavinia Alexandrescu
Relato: Juan Trenado
Modelo: Lavinia Alexandrescu
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