lunes, 2 de septiembre de 2013

Relatografías XVI - Fuego y Paz



Pensar cómo he llegado hasta este punto sería una tarea larga y ardua de explicar. Mientras me alejo lentamente sin mirar atrás, el fuego va devorando poco a poco todo con su lento crujido, como si lamentase hacer lo que está haciendo, pero al mismo tiempo sin poder evitarlo. Las llamas se elevan buscando el aire, el cielo tal vez, sabiendo desde el principio que su vida será breve.

No sé adonde me dirigiré ahora que mi búsqueda ha terminado. Llevo tanto tiempo embarcada en esta misión que ya no sé si sabré hacer otra cosa. Cuando todo esto comenzó yo no era más que una niña frágil e indefensa, ignorante del mal que recorre el mundo. Pronto me arrancaron de mi sueño infantil y me vi sola, abandonada a mi suerte en una cruel vorágine de destrucción.

Si alguien pensaba que los vampiros son esos niños pálidos y bondadosos que se ven en las películas, debería olvidarse del tema. Esos monstruos son seres crueles, sin un atisbo de humanidad en sus entrañas. Son animales en busca de sangre. Son los despojos de la creación.

Los vampiros me arrebataron a mi familia en lo que dura un suspiro de amor o una lágrima resbalando por la mejilla. Dieron muerte a la mitad de mi pueblo dejando familias rotas en cada rincón. Esos detestables seres trajeron la muerte y la desolación a estas tierras. El día que asolaron mi hogar, uno de ellos me encontró escondida. Pude ver sus refulgentes ojos como si fueran poseedores de un extraño fuego en su interior, pero supongo que al verme debió sentir alguna reminiscencia humana surgida, como la magdalena de Proust, de algún recóndito rincón y me perdonó la vida. En el mismo momento en que fui consciente del mal que habían causado comencé mi cruzada.

Ocultos en el bosque, en un inframundo de galerías, pasadizos y lúgubres estancias, moraba la manada de esas bestias. Cinco, tal vez seis de ellos que llevan ocultos en estas tierras durante generaciones, primero escondidos y temerosos de ser encontrados, y posteriormente vanidosos, egocéntricos y prepotentes, saliendo a cazar humanos como si fuéramos ganado.

Hace meses que descubrí su escondrijo. Les observé cuidadosamente, les estudié y hoy, antes de que el sol se ocultara tras las montañas, entré en su hogar. Me paseé por allí mientras dormían cómo si fuera de ellos, allanando su casa y sabiendo desde un principio que iban a morir. Contemplé sus rostros finos y níveos, grotescamente bellos. Uno a uno, les miré frente a frente hasta que el último de ellos, el que parecía ser el mayor de todos abrió los ojos y en un célere movimiento me sujetó fuertemente del cuello como si pudiera partirlo igual que un débil junco. Mientras me iba quedando sin oxígeno mantuvimos las miradas y nos vimos reflejados el uno en el otro. Se dio cuenta de que nuestros rasgos guardaban un cierto parecido y sonrió entendiendo el por qué. Después me liberó y se volvió a su lecho como si nada hubiese ocurrido. Instantes después yo también lo entendí. Por mis venas corrían genes de aquel ser que alguna vez fue humano. Aquel vampiro era un antepasado mío, así como el mismo que no quiso acabar con mi vida siendo una niña aún sabiendo que algún día su final llegaría a manos de esa indefensa pequeña.


Regresé a la tarea que me había llevado hasta allí; rocié el combustible por todo el lugar y me quedé sentada a las puertas de su escondite hasta que desapareció el último rayo de sol. El olor a gasolina era intenso y algo desagradable. Nunca me había gustado mucho. Entonces, lentamente encendí una cerilla y la arrojé al interior. Antes de tocar el suelo y mientras me marchaba, los vapores inflamables ya se habían incendiado y las llamas corrieron imparables como un río tras una crecida. Pude escuchar gritos, aullidos, pude sentir su dolor y me sentí en paz. Así es como acabo todo, entre las llamas del infierno del que procedían. 


Fotografía: Pedro Valdezate
Relato: Juan Trenado
Modelo: Lavinia Alexandrescu

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