Caminaba furtivamente ocultándose entre las sombras de aquel
destartalado edificio de paredes sucias, desconchones y humedades, que parecía
llevar abandonado una eternidad. No se oían ruidos, si acaso, el leve golpeteo
sus pies descalzos al trotar sobre el frío suelo. Estaba convencido de que
estaban por allí, que le estaban esperando para convertirle en uno de ellos o
devorar sus entrañas mientras aún estaba vivo.
Los pasillos estaban tan oscuros que sentía un incontrolable
miedo, un enorme pánico a encontrarse con algo inesperado. Oyó murmullos
lejanos, susurros, gruñidos. Parecían provenir de alguna de las desiertas salas
que había más adelante. Aunque no quería, tenía que pasar por delante de
aquellas puertas para alcanzar su destino. Se acercó muy despacio a la puerta,
asomándose sin respirar para no atraer la atención. Al fondo, varios de ellos
parecían comunicarse con gruñidos incomprensibles. Sus pútridos rostros en
descomposición dejaban entrever músculo y hueso bajo la fina y pálida piel.
De pronto, como guiados por un sexto sentido que les
alertaba de otras presencias, fijaron sus gélidas miradas sobre la puerta. Se
oyó un grito largo y profundo, para después salir corriendo hacia la puerta.
Estaba perdido. Salió como una exhalación hacia el final del pasillo y al echar
la vista atrás vio que al menos seis de ellos corrían en su persecución.
Jadeaba por el sobreesfuerzo de correr al límite de sus fuerzas para no ser
alcanzado. Corría como un loco por los pasillos sin tener ya muy claro qué
dirección tenía que seguir.
Finalmente se metió en una sala cerró la puerta con cerrojo tras
él. Estaba en algo que parecía una cocina y que poseía una pequeña ventana con
rejas en la puerta. Al principio vio como unas sombras pasaban por delante del
cristal siguiendo su camino a lo largo del pasillo. Pero entonces, uno de
aquellos infames rostros se detuvo a mirar por la ventana y le encontró allí,
tirado en el suelo. Gritaba y golpeaba la puerta tratando de entrar. Después
cejó en su empeño y se marchó, pero en la puerta apareció un rostro familiar. A
pesar del monstruoso aspecto, de la sangre, la palidez y la demacración,
aquella mujer era…su madre.
Déjame entrar,
parecía decir entre gruñidos. No te hagas
más daño. Soy yo, mamá. Déjame pasar. No te pasará nada. Y le pareció que
una lágrima brotaba de sus sanguinolentos ojos.
Entonces, sin levantarse del suelo. Se rindió y abrió la
puerta. Aquel ser se arrodilló junto a él y le abrazó. Él seguía viendo aquel
rostro de ultratumba, aquellos dientes amarillentos y la carne hecha jirones,
pero sus oídos escuchaban: No te pasará
nada. Soy mamá. Soy mamá.
Cerró los ojos paladeando esas palabras y cuando tuvo valor
para abrirlos de nuevo, todo era distinto. Su madre volvía a tener la imagen de
su madre. Aquella estancia de color blanco parecía una sala de espera de un
hospital, y detrás de ellos, unos tipos con bata blanca y gesto serio portaban
en sus manos una camisa blanca con las mangas muy largas y una jeringuilla con
un líquido de un color lechoso.
1.- Relato: Juan Trenado
2.- Fotografía: Pedro Valdezate
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